28/8/10

Historia de un atardecer

El cerro parecía quemarse a lo lejos bajo las primeras caricias del atardecer de Noviembre, el aroma fresco de los arboles se mezclaba con el viento que mecía muy despacio los cabellos de Jacinto, que dormía plácidamente en el petate embriagado de cansancio y pulque después de la cosecha.
No había sueño mas profundo y placentero que el que aquella tarde abrazaba la realidad de Jacinto, su Citlalli; una morena princesa de risueños ojos grandes de cacao que siempre lloran por su Jacinto al marchar, e interminables trenzas negras coronadas siempre de Cempaxúchitl, que al anochecer cepilla cual sirena, dejando el aroma a flores para que la luna duerma.
Jacinto, hundido en blancos sueños de mezcal, se veía por fin casado con su Citalli viviendo felices en su jacal de adobes, con aroma a leña manteca y cempaxúchitl. Escuchaba la música de la vida en el chillido de sus tantos hijos, todos hermosos y llorones como su Citalli. La veía sonriente reinando junto al comal, esperándolo todos los días con un beso y las tortillas con chile puestas para cuando el llegue de la siembra y la cosecha. Por que no hay sueño más prometedor y hermoso que el del futuro, que Jacinto no se vio en las ganas de despertar.

Pero el sueño termino, se lo llevo un coyote que paso tímidamente junto a el, por que es sabido que los coyotes del cerro se alimentan de ellos para que la vida siga. Jacinto se levanto de un salto, se puso sus huaraches y bajo corriendo el incendiado cerro dejando atrás al coyote que no dejaba de mirarlo fijamente.

El sol del atardecer maquillaba al cielo y sus nubes de hermosos colores carmesí para entregárselo esa noche a la Luna. Miles de pájaros retornaban presurosos y cantando a sus nidos protegidos en las ramas de un enorme zapote bajo el cual la hermosa Citlalli lloraba bajo su inmenso follaje, había esperado paciente toda la tarde a su Jacinto, pero ahora su huipil se había arrugado y las flores de cempaxúchitl de sus cabellos comenzaban a marchitar.
Tan triste estaba que el cascabeleo silencioso de una víbora arrullo su llanto.

Jacinto corrió y corrió, tan rápido como su fresca juventud le permitía, y cuando por fin llego bajo el zapote, un coyote aulló, y no encontró más que el cadáver de la hermosa virgen coronada de flores.
Ese día, al caer la tarde de Noviembre el viento se perfumo de un triste olor a Cempaxúchitl.

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